Abrir Los Ojos

¿Qué sentirías si despertaras ciego y sordo?

"HOY ESTOY MÁS AFERRADO A LA VIDA QUE NUNCA"

Mi nombre es Guido y hace un año tuve una meningitis que me dejó ciego y sordo. Estuve 21 días en coma y un mes en terapia intensiva, recibí un implante coclear y hoy, luego de una intensa rehabilitación y mucha fuerza de voluntad, volví a comunicarme con mi esposa y mis hijos y recuperé el valor de la vida.

Todo arrancó el 23 de mayo del 2011 con un dolor de oído. Estaba trabajando, como productor de televisión en TELEFE. Como estaba muy ocupado, aunque tenía otitis, no pude ir a la guardia hasta el 25, que era feriado, y ahí me dieron un antibiótico. Lo tomé pero, según lo que pudieron entender los médicos tiempo después, la bacteria ya estaba instalada y por eso no mejoré. Si hubiera detenido a tiempo esa otitis, las cosas hubieran sido distintas, pero en ese entonces al dolor de oído se le sumó uno de cabeza terrible, el peor que había tenido en mi vida.

Fui de nuevo a la guardia del CEMIC, me dieron un calmante y me dijeron que era todo producto de lo mismo. Cuando volví a casa, entre el dolor y los medicamentos, me acosté casi inconsciente. La meningitis que tenía no fue fácil de diagnosticar porque, al no tener fiebre, mis síntomas no hicieron sospechar a los doctores de ese diagnóstico, y por eso no me punzaron de entrada. Durante la noche, me contó mi mujer que empecé a retorcerme de dolor, y no le respondía: entonces me hice pis encima, estaba inconsciente. Inmediatamente, ella se comunicó con el médico de la familia, quien le indicó que llamara urgente una ambulancia.

Así empezó este viaje. Estuve 21 días en coma, internado en la Clínica Sagrada Familia. El pronóstico de los médicos era desalentador: no sabían si iba a pasar la noche. A medida que transcurrían las semanas, no tenían en claro si iba a poder salir del coma, y mucho menos con qué daños.

 

“Incorporé cosas que no había aprendido en mis anteriores 36 años de vida, como valorar lo esencial”. 

 

Cuando me desperté, pasé directamente a la terapia intensiva, donde estuve un mes. Poco a poco, empecé a entender lo que me pasaba. Lo primero que recuerdo es que pedía que prendieran la luz, porque no veía, y sentía que me iba hacer mal estar tanto tiempo a oscuras. También les pedía que me hablaran más fuerte, porque no escuchaba. A los pocos días los doctores se dieron cuenta de que me había quedado ciego y sordo.

Entonces vino la etapa de aceptar esto que me estaba pasando, que no fue fácil. En ese entonces tenía una beba de 4 meses de la cual ni siquiera me acordaba la cara y un hijo de apenas 3 años al que no iba a ver crecer; era muy duro. Me preocupaba mucho no poder darles a mis hijos todo lo que quería, lo que no recibí como hijo, y sentía que no iba a poder ser un padre completo: era muy frustrante. Entré en una profunda tristeza y, aunque nadie me lo decía, empecé a intuir que los pronósticos médicos eran muy adversos. Tres médicos distintos dijeron que no iba a volver a ver, que no había solución. No nos quedaba más que ir amoldándonos al día a día.

Otro gran reto fue ver cómo comunicarme con mi esposa, Georgina. Empezamos a usar unas letras de goma eva que tocaba y con ellas armaba palabras, oraciones. También respondía “sí” con un golpe y “no” con dos. Armamos un sistema de comunicación del cual me volví un experto, pero no dejaba de ser un golpe muy duro.

Después de que me dieron el alta de la clínica, tuve que trasladarme a un centro de rehabilitación, el Amenábar, donde seguí recuperándome. Trataba de no caer anímicamente, y por suerte tenía mucho apoyo de mi familia y mis amigos, quienes pasaban todo el día conmigo. Mi esposa estaba durante todo el día, y a la noche venían mis amigos, que tenían un cronograma de días.

Fui evolucionando gracias al trabajo de una kinesióloga, para volver a caminar y recuperar la musculatura. Si bien me ayudaba desde lo físico, también fue muy importante desde lo espiritual y anímico, porque me incentivaba a que no me rindiera, a dar un paso más cada día. Fue motivador y muy ejemplificador para el resto de los aspectos que estaba viviendo.

 


VOLVERA ESCUCHAR

En ese tiempo me comentaron de la posibilidad de un implante coclear. Georgina, siempre por medio de letritas de goma, me contó que estaban averiguando con distintos especialistas sobre la posibilidad de implantarme. Todo surgió cuando estaba en el centro de rehabilitación y conocimos a un otorrino que me vino a controlar. Nos dio una serie de estudios para ver si era candidato, y así mi esposa se fue enterando de qué se trataba por medio de Internet, porque para nosotros era todo un mundo nuevo.

 

“Yo podría haberme quedado con lo que me dijeron, tirarme en la cama y ahora estar totalmente deprimido. Pero no: tuve una actitud de lucha, de desa ar a la enfermedad, de siempre ir más allá de mis límites, sin perder la esperanza”. 

 

Una vez que me hice todos los estudios, nos confirmaron que sí era candidato al implante. Entonces mi familia empezó a averiguar quiénes eran los mejores profesionales para hacerlo porque la operación debía ser de suma urgencia, ya que si se dilataba más de tres meses, las cócleas se iban a solidificar.

Así dimos con el Dr. Vicente Diamante y su equipo, que me atendieron de inmediato.

Automáticamente, mi esposa supo que era él quien debía operarme, porque nos resolvieron todo sin inconvenientes y nos ayudaron mucho, nos contuvieron. Al día siguiente me hicieron todos los estudios y los presentaron en OSDE para acelerar el trámite. En solo dos días la cirugía estaba aprobada y a la semana me operaron.

Yo no tenía ni idea de lo que iba a pasarme, porque nunca había visto esto ni sabía que existía. Fuimos a una entrevista con una psicóloga del equipo de Diamante y de a poco fui teniendo un panorama más claro. Al principio me puse triste, porque tenía alguna esperanza de volver a escuchar y saber que no iba a suceder fue difícil de asumir: todavía no había incorporado que estaba ciego y ya tenía mucho que procesar en muy poco tiempo. Pero me mostraron el dispositivo y me fui poniendo contento por saber que me iban a devolver la audición. El día de la operación estaba muy ansioso y tenía mucho miedo de pasar nuevamente por una intervención así, porque estaba más aferrado a la vida que nunca.

 

“Antes pagaba lo que fuera por volver a mirar a mi hijo a los ojos y escuchar su voz: hoy lo puedo hacer”. 

 

Me hicieron un implante bilateral, para recuperar el oído derecho e intentar ver si había alguna posibilidad de salvar el izquierdo, que había sido el más dañado. El post operatorio me costó mucho, porque estaba todavía asustado y dolorido, y creía que iba a oír inmediatamente y no fue así. Cuando me encendieron, solo escuchaba ruidos, todo el tiempo. Pero los profesionales me fueron calmando y calibrando el procesador, y al poco tiempo pude volver a oír.

Me empecé a juntar con la fonoaudióloga Norma Pallares y empezamos un camino muy bueno: estuvo siempre siguiendo mi caso, mandándole mensajes a mi mujer, conteniéndome. Ella me decía que era normal, que había que trabajar y estimular. Entonces comencé a trabajar a diario con una profesora para sordos, Silvina Páez. Con este ejercicio, el esfuerzo conjunto de todo el equipo médico y mi lucha personal, a los 15 días fui escuchando palabras y al mes mantenía una conversación. A los dos meses ya hablaba bien.

Hoy, no tengo palabras que describan cómo me siento: escucho las voces casi igual a como las oía antes de enfermarme. Estoy muy contento con el oído y, aunque todavía no sucedió, tengo la esperanza de volver a escuchar con el izquierdo.

En paralelo a todo esto, fui evolucionando también con la vista y, una vez más, dando vuelta lo que los médicos de forma categórica daban por sentado. De ver sombras, empecé a distinguir las cejas, después los ojos, luego los detalles... con muchos ejercicios diarios pude volver a leer, y hoy leo el diario todos los días.

Me gustaría mucho que con este relato los médicos que fueron tan categóricos conmigo puedan darse cuenta que detrás de los pacientes no hay diagnósticos sino personas, y que cada cual responde de forma distinta. Yo podría haberme quedado con lo que me dijeron, tirarme en la cama y ahora estar totalmente deprimido. Pero no: tuve una actitud de lucha, de desafiar a la enfermedad, de siempre ir más allá de mis límites, sin perder la esperanza. Creo que cuanta más exigencia le ponga y más suba la apuesta a los desafíos que tengo por delante, más rápida va a ser mi recuperación.

A nivel personal, tuve un aprendizaje inimaginable. Incorporé cosas que no había aprendido en mis anteriores 36 años de vida, como valorar lo esencial. Es que cuando estaba internado no extrañaba grandes cosas, sino ir a comprar al chino de la mano de mi hijo o brindar con mi mujer todas las noches al cenar: lo simple, lo primordial. También aprendí a ser consiente del día a día, a valorar y disfrutar mis sentidos, porque sé que no tenerlos es terrible. Antes pagaba lo que fuera por volver a mirar a mi hijo a los ojos y escuchar su voz: hoy lo puedo hacer.

No podría nunca haber logrado todo esto sin muchas personas que me apoyaron a nivel espiritual. Le quiero agradecer especialmente a quienes dejaron el alma por mí: a mis amigos y mis compañeros de trabajo, que fueron de fierro; a mi mamá Silvia; a Carola, que me ayudó a aferrarme a la fe y descargar mi enojo; al Dr. Diamante, que me enseñó que ser médico es entender que uno tiene personas delante; a Norma Pallares, Silvina Páez, al Dr. Solano García, y a todos los médicos que me atendieron con tanta pasión; pero especialmente a mi mujer, Georgina, ya que nunca hubiera podido pasar esto si no la tenía a mi lado. Dudo que yo hubiera podido tener la fuerza y el tesón que ella tuvo para acompañarme: está tatuada en mi corazón por siempre. A todos ellos los llevo en mi sangre para toda la vida.”

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